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miércoles, 13 de enero de 2016

Mundo moderno y Sabiduría antigua (Parte 1): Luces y Sombras en el Conocimiento



Nos permitimos usar el título de esta gran obra de Arnaud Desjardins para abrir una nueva serie de entradas de nuestro blog y rendir así nuestro pequeño homenaje a todas las personas que se han dedicado de una u otra forma a acercarnos la Luz del Conocimiento. El contenido de las entradas no tiene nada que ver con el libro, pero nos sirve como base para exponer una vez más (y no somos los primeros) que en la Antigüedad había conocimientos científicos muy superiores a los que hubo posteriormente.

Esta nueva serie de artículos está focalizada una vez más en el Despertar o Iluminación de la Conciencia. Vamos a centrarnos esta vez en el Conocimiento existente en la Antigüedad y que, por desgracia, se perdió en el camino a lo largo de los siglos. Repito que no somos los primeros, ni tampoco será la última vez que se haga, en prestar atención a ciertos enigmas de la Historia que poco a poco irán apareciendo en esta serie de artículos.

No es nuestra intención entrar en debate estériles sobre teorías más o menos pseudo-científicas y/o supersticiosas. Vamos únicamente a enumerar una serie, más larga de lo que en un principio podría creerse, de conocimientos, técnicas y herramientas que hace siglos estaban en poder de la Humanidad, y que hoy en día brillan por su ausencia o están siendo re-inventadas.

Lo que actualmente creemos avances, pudieran ser únicamente re-descubrimientos o recuerdos de hechos que ya ocurrieron en el pasado y cuyas pistas se encuentran documentadas, no siempre de una manera totalmente constatable, en folclores, leyendas, narraciones e incluso libros de la antigüedad.
Mucho es lo que debemos a los escritores clásicos, los sacerdotes del antiguo Egipto, Babilonia, India y México, los filósofos de la antigua Grecia y China, los eruditos de la Edad Media, y , por supuesto, los científicos modernos.


Cosmas Indicopleustes, un erudito explorador del sigo VI decía en su obra Topografía cristiana que “El mundo es rectangular, extendiéndose desde Iberia (España) a la India y desde África hasta Escitia (Rusia). Sus cuatro lados están formados por altas montañas sobre las que descansa la bóveda celeste. La Tierra es sólo un arca de gigantescas dimensiones, y en el fondo plano de esta arca están los mares y tierras conocidos por el hombre. El firmamento es la tapa del cofre y las montañas son sus paredes”.
Pero un millar de años antes los filósofos griegos tenían una idea diferente y mucho más precisa de la forma de nuestro planeta. Pitágoras (siglo VI antes de J.C.) enseñaba en su escuela de Crotona que la Tierra era una esfera.
Aristarco de Samos (Siglo III antes de J.C.) dedujo que la Tierra giraba alrededor del sol.
Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría (Siglo III antes de J.C.) calculó la circunferencia de nuestro planeta.

Hasta la segunda mitad del siglo XIX los eruditos y clérigos de Occidente estimaban la edad de la Tierra en sólo unos pocos miles de años. Pero los antiguos libros brahámicos calculaban el Día de Brahma, que es el período de existencia de nuestro Universo, en 4.320 millones de años. Los actuales astrónomos calculan que la cifra es de aproximadamente 4.600 millones de años.

En el año 1600 el monje dominico Giordano Bruno fue quemado vivo en Roma por herejía. En uno de sus libros escribió que en el Universo hay un infinito número de soles y planetas que giran alrededor de ellos. Incluso indicó que alguno de ellos podría estar habitado.
Pero 2.000 años antes los filósofos griegos ya habían apuntado esa posibilidad.
Anaxímenes dijo a un desilusionado Alejandro Magno que había conquistado sólo una Tierra, mientras que había muchas más en el espacio infinito.
Metrodoro (siglo III antes de nuestra era) no creía que la Tierra fuera el único planeta habitado.
Anaxágoras (siglo V antes de J.C.) escribió sobre “otras Tierras” en el Universo.

El concepto de millón en Matemáticas no llegó a Europa hasta Descartes y Leibniz. Pero los antiguos babilonios, hindúes y egipcios ya lo conocían, y manipulaban cifras astronómicas en sus documentos.
Los egipcios tenían un jeroglífico muy adecuado para representar el concepto de millón: un hombre atónito con las manos levantadas.
Desde la India nos llegó el más importante, y a la vez el menos valorado, regalo hecho al mundo: el cero.

Antes del siglo XVI los europeos no tenían cucharas ni tenedores, pero los pueblos de América Central los usaban mil años antes de la llegada de Cortés.
Los antiguos egipcios tenían cucharas en el año 333 antes de J.C.

Los aztecas ya vivían en una Edad Dorada cuando los conquistadores españoles invadieron México. Moctezuma tenía sandalias con suelas de oro flexible.
Los incas también tenían su Edad de Oro cuando llegaron los conquistadores. Los templos de Pachacamak, cerca de Lima, tenían clavos de oro, alguno de los cuales pesaba una tonelada.
En Perú había una Edad de la Plata cuando llegó Pizarro. Tanto es así que llegaron a usar plata para hacer las herraduras de sus caballos.

El conocimiento humano ha tenido sus días y sus noches. La Ciencia se sacudió de la oscuridad medieval durante el Renacimiento. Gracias al estudio de las fuentes clásicas, los sabios volvieron a descubrir verdades que ya eran conocidas hace muchos siglos, por los antiguos egipcios, griegos, babilonios o hindúes.
La ausencia de pruebas tangibles es uno de los mayores obstáculos con que se enfrenta el historiador. Si no se hubiesen quemado las grandes bibliotecas de la Antigüedad, la Historia no tendría tantas páginas en blanco, y sin estas lagunas, el pasado de muchas civilizaciones primitivas podría ser considerado con un punto de vista diferente.
A continuación hacemos un pequeño repaso a esta historia de la infamia, de la pérdida de sabiduría debido a la quema de bibliotecas.
La colección de Pisístrato de Atenas (Grecia) (siglo VI antes de J.C.) fue saqueada, aunque afortunadamente los poemas épicos de Homero ya habían sido publicados por cultos aristócratas griegos de tal forma que lograron sobrevivir hasta nuestros días.
Los papiros de la biblioteca del templo de Ptah, en Menfis (Egipto) fueron totalmente destruidos.
Lo mismo ocurrió con la biblioteca de Pérgamo (Asia Menor) (de donde procede la palabra “pergamino”). Se calcula que contenía 200.000 volúmenes.
La ciudad de Cartago, que fue arrasada en el año 146 antes de J.C. por los romanos en un incendio que duró diecisiete días, tenía fama de poseer una biblioteca con medio millón de volúmenes.
Posiblemente la mayor injuria hecha a la Historia y por ende a toda la Humanidad, fue la quema de la Biblioteca de Alejandría, durante la campaña de Egipto de Julio César, y en la que se perdieron irremediablemente 700.000 pergaminos inapreciables. El Bruchion contenía 400.000 libros y el Serapeum, 300.000. Había un catálogo completo de autores en 120 volúmenes, incluyendo una breve biografía de cada autor.

Biblioteca de Alejandría
Representación idealizada de la Biblioteca de Alejandría

La Biblioteca de Alejandría también era Universidad y un instituto de investigación. Había Facultades de Medicina, Matemáticas, Astronomía o Literatura, por ejemplo. Disponían de un observatorio astronómico, una sala para operaciones anatómicas y disecciones, un jardín botánico y un zoológico. Estudiaban aproximadamente 14.000 alumnos.
El gran conquistador romano fue el responsable también de la perdida de millones de rollos del Colegio Druida de Bibractis, en la actual Francia.
En Asia las bibliotecas no corrieron mejor suerte. El emperador chino Tsin Shi Huang-ti proclamó un edicto en el año 213 antes de J.C. por el que fueron quemados innumerables libros.
León Isauro, otro gran enemigo de la cultura, incendió 300.000 libros en Constantinopla en el siglo VIII.
El número de libros y manuscritos destruidos por la Inquisición en los autos de fe de la Edad Media no puede calcularse fácilmente.
El monje Diego de Landa descubrió en México en el año 1549 una gran biblioteca de códices mayas. “Los quemé todos porque no contenían más que superstición y maquinaciones del diablo”, escribió con su sublime inteligencia. Los únicos tres manuscritos mayas que sobrevivieron siguieron siendo un auténtico enigma para los más brillantes filólogos y cerebros electrónicos.

Pero, por otro lado, también ha habido milagrosos e inesperados descubrimientos que llenaban algunos de los vacíos creados anteriormente.
El gran egiptólogo francés Champollion en una visita al Museo de Turín descubrió en un almacén una caja que contenía trozos de papiro. Le dijeron que sólo eran escombros inútiles, pero Champollion no quedó satisfecho con la respuesta y empezó a juntar los trozos como si fuera un rompecabezas. ¡Resultó ser la única lista existente en el mundo de las dinastías egipcias, con los nombres de los faraones y las fechas de sus reinados!
Por pura casualidad se encontraron también los rollos del Mar Muerto y los manuscritos de Nag Hammadi que nos aportaron copias originales de los libros de la Biblia y de los evangelios gnósticos y otros apócrifos.
Si en el siglo XIX alguien hubiese pedido en la Biblioteca de Madrid acceso a la Nueva crónica y buen gobierno, de Felipe Huamán Poma de Ayala, del año 1565, el bibliotecario no hubiera podido más que reconocer su ignorancia sobre tal libro, puesto que nadie tenía conocimiento de esta historia de los incas. El manuscrito se re-descubrió en 1908 en la Biblioteca Real de Copenhague, y fue publicado por primera vez en 1927.

En base a todo lo escrito anteriormente, ¿podemos considerar los únicos textos sagrados, los escritores clásicos y los mitos que conocemos como el único material fidedigno para reconstruir nuestro pasado? Las Sagradas Escrituras, así como las obras que nos han llegado de los autores griegos y romanos, pueden seguramente ser utilizados para este propósito.
La ciudad de Ur aparece mencionada en la Biblia como la patria de Abraham, pero nadie le daba ningún significado geográfico o histórico. Hasta el siglo XX pocos historiadores consideraron la Biblia como fuente de datos históricos. El hecho que precipitó el cambio fue que Sir Leonard Wooley descubrió la antigua ciudad de Ur en Mesopotamia.
Antes del siglo XIX ningún erudito consideraba la Ilíada o la Odisea de Homero como una historia, pero Heinrich Schliemann creyó en ellas y descubrió la legendaria y mítica ciudad de Troya en la actual Turquía, justo donde decía Homero que estaba. Luego siguió la ruta de Ulises en su regreso a Ítaca y encontró el tesoro de Micenas, que no era otra cosa que el botín que los griegos capturaron en Troya. En un pozo encontró una copa decorada con palomas que había sido utilizada por Ulises 3.600 años antes.

“Recientemente” también hemos estado re-descubriendo una ciencia olvidada. En el siglo XVII el gran astrónomo alemán Johannes Kepler atribuyó acertadamente a la Luna las crecidas y bajadas de las mareas marinas. Como no podía ser de otra manera en aquella Europa, en seguida fue objeto de persecución.
Pero en el siglo II antes de nuestra era, Seleuco, astrónomo babilonio, hablaba ya sobre la atracción que la Luna ejerce en nuestros océanos.
Posidonio (siglo II antes de J.C.) realizó un estudio sobre las mareas y llegó a la conclusión de que estaban relacionadas con la revolución de la Luna alrededor de la Tierra.
El eclipse lunar y solar, si se me permite el juego de palabras, de la Ciencia ocurrido durante esos dieciocho siglos es más que evidente.

La Luna y las Mareas


El antiguo texto astronómico indio Surya Siddhanta afirma que la Tierra es “un globo en el espacio”.
El doctor Chi-Po (siglo XXVI antes de J.C.) expone en su libro Huang Ti-Ping King Su al Emperador chino que “la Tierra flota en el espacio”.
En el siglo XVII de nuestra era Galileo Galilei fue condenado por las autoridades eclesiásticas por enseñar este mismo concepto.

Diógenes de Apolonia (siglo V antes de J.C.) afirmaba que los meteoros “se desplazan en el espacio y con frecuencia caen a la Tierra”.
En el siglo XVIII de nuestra era, el gran Lavoisier, el pilar de la Ciencia, pensaba que “es imposible que las piedras caigan del cielo porque no hay piedras en el cielo”.
El Tiempo pone a cada uno en su lugar.

Hace más de 2.500 años el gran filósofo griego Demócrito decía que la Vía Lactea “consiste en estrellas muy pequeñas apiñadas entre sí”.
En el siglo XVIII el astrónomo inglés Ferguson escribió que la Vía Lactea “se trataba de algo muy distintos como bien demostraba el telescopio”
Aún sin telescopio, Demócrito era mucho mejor astrónomo que Ferguson. Una mente grande y sin telescopio fue mucho mejor que un gran telescopio para una mente pequeña.


Bibliografía recomendada:
La conexión cósmica - Carl Sagan
Alquimia - Titus Burckhardt
Astronaves en la Prehistoria – Peter Kolosimo
El Mago - John Fowles
El Gran Arte de La Alquimia - Jacques Sadoul
El Mensaje Oculto de La Esfinge - Colin Wilson
Enigmas Arqueológicos - Luc Burgin
Enigmas Sin Resolver – Iker Jiménez
La Arqueología Misteriosa - Michel Claude Touchard
Profeta del Pasado - Erich Von Daniken
Shambhala - Andrew Tomas
Stonehenge - Fernand Niel
Enigmas De La Historia - Taylor Jeremy
El retorno de los brujos – L. Pauwels y J. Bergier
Recuerdos del futuro - Erich von Daniken
Dioses, tumbas y sabios – C.W. Ceram

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