Nos permitimos usar el título de esta gran obra de Arnaud
Desjardins para abrir una nueva serie de entradas de nuestro blog y rendir así
nuestro pequeño homenaje a todas las personas que se han dedicado de una u otra
forma a acercarnos la Luz
del Conocimiento. El contenido de las entradas no tiene nada que ver con el
libro, pero nos sirve como base para exponer una vez más (y no somos los
primeros) que en la
Antigüedad había conocimientos científicos muy superiores a
los que hubo posteriormente.
Esta nueva serie de artículos está focalizada una vez más en el
Despertar o Iluminación de la Conciencia.
Vamos a centrarnos esta vez en el Conocimiento existente en la Antigüedad y que, por
desgracia, se perdió en el camino a lo largo de los siglos. Repito que no somos
los primeros, ni tampoco será la última vez que se haga, en prestar atención a
ciertos enigmas de la
Historia que poco a poco irán apareciendo en esta serie de
artículos.
No es nuestra intención entrar en debate estériles sobre teorías
más o menos pseudo-científicas y/o supersticiosas. Vamos únicamente a enumerar
una serie, más larga de lo que en un principio podría creerse, de
conocimientos, técnicas y herramientas que hace siglos estaban en poder de la Humanidad, y que hoy en
día brillan por su ausencia o están siendo re-inventadas.
Lo que actualmente creemos avances, pudieran ser únicamente
re-descubrimientos o recuerdos de hechos que ya ocurrieron en el pasado y cuyas
pistas se encuentran documentadas, no siempre de una manera totalmente
constatable, en folclores, leyendas, narraciones e incluso libros de la
antigüedad.
Mucho es lo que debemos a los escritores clásicos, los sacerdotes
del antiguo Egipto, Babilonia, India y México, los filósofos de la antigua
Grecia y China, los eruditos de la Edad Media, y , por supuesto, los científicos
modernos.
Cosmas Indicopleustes, un erudito explorador del sigo VI decía en
su obra Topografía cristiana que “El mundo es rectangular, extendiéndose desde
Iberia (España) a la India
y desde África hasta Escitia (Rusia). Sus cuatro lados están formados por altas
montañas sobre las que descansa la bóveda celeste. La Tierra es sólo un arca de
gigantescas dimensiones, y en el fondo plano de esta arca están los mares y
tierras conocidos por el hombre. El firmamento es la tapa del cofre y las
montañas son sus paredes”.
Pero un millar de años antes los filósofos griegos tenían una idea
diferente y mucho más precisa de la forma de nuestro planeta. Pitágoras (siglo
VI antes de J.C.) enseñaba en su escuela de Crotona que la Tierra era una esfera.
Aristarco de Samos (Siglo III antes de J.C.) dedujo que la Tierra giraba alrededor del
sol.
Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría (Siglo III antes de J.C.)
calculó la circunferencia de nuestro planeta.
Hasta la segunda mitad del siglo XIX los eruditos y clérigos de
Occidente estimaban la edad de la
Tierra en sólo unos pocos miles de años. Pero los antiguos
libros brahámicos calculaban el Día de Brahma, que es el período de existencia
de nuestro Universo, en 4.320 millones de años. Los actuales astrónomos
calculan que la cifra es de aproximadamente 4.600 millones de años.
En el año 1600 el monje dominico Giordano Bruno fue quemado vivo
en Roma por herejía. En uno de sus libros escribió que en el Universo hay un
infinito número de soles y planetas que giran alrededor de ellos. Incluso
indicó que alguno de ellos podría estar habitado.
Pero 2.000 años antes los filósofos griegos ya habían apuntado esa
posibilidad.
Anaxímenes dijo a un desilusionado Alejandro Magno que había
conquistado sólo una Tierra, mientras que había muchas más en el espacio
infinito.
Metrodoro (siglo III antes de nuestra era) no creía que la Tierra fuera el único
planeta habitado.
Anaxágoras (siglo V antes de J.C.) escribió sobre “otras Tierras”
en el Universo.
El concepto de millón en Matemáticas no llegó a Europa hasta
Descartes y Leibniz. Pero los antiguos babilonios, hindúes y egipcios ya lo
conocían, y manipulaban cifras astronómicas en sus documentos.
Los egipcios tenían un jeroglífico muy adecuado para representar
el concepto de millón: un hombre atónito con las manos levantadas.
Desde la India
nos llegó el más importante, y a la vez el menos valorado, regalo hecho al
mundo: el cero.
Antes del siglo XVI los europeos no tenían cucharas ni tenedores,
pero los pueblos de América Central los usaban mil años antes de la llegada de
Cortés.
Los antiguos egipcios tenían cucharas en el año 333 antes de J.C.
Los aztecas ya vivían en una Edad Dorada cuando los conquistadores
españoles invadieron México. Moctezuma tenía sandalias con suelas de oro
flexible.
Los incas también tenían su Edad de Oro cuando llegaron los
conquistadores. Los templos de Pachacamak, cerca de Lima, tenían clavos de oro,
alguno de los cuales pesaba una tonelada.
En Perú había una Edad de la Plata cuando llegó Pizarro. Tanto es así que
llegaron a usar plata para hacer las herraduras de sus caballos.
El conocimiento humano ha tenido sus días y sus noches. La Ciencia se sacudió de la
oscuridad medieval durante el Renacimiento. Gracias al estudio de las fuentes
clásicas, los sabios volvieron a descubrir verdades que ya eran conocidas hace
muchos siglos, por los antiguos egipcios, griegos, babilonios o hindúes.
La ausencia de pruebas tangibles es uno de los mayores obstáculos
con que se enfrenta el historiador. Si no se hubiesen quemado las grandes
bibliotecas de la
Antigüedad, la
Historia no tendría tantas páginas en blanco, y sin estas
lagunas, el pasado de muchas civilizaciones primitivas podría ser considerado
con un punto de vista diferente.
A continuación hacemos un pequeño repaso a esta historia de la
infamia, de la pérdida de sabiduría debido a la quema de bibliotecas.
La colección de Pisístrato de Atenas (Grecia) (siglo VI antes de
J.C.) fue saqueada, aunque afortunadamente los poemas épicos de Homero ya
habían sido publicados por cultos aristócratas griegos de tal forma que
lograron sobrevivir hasta nuestros días.
Los papiros de la biblioteca del templo de Ptah, en Menfis
(Egipto) fueron totalmente destruidos.
Lo mismo ocurrió con la biblioteca de Pérgamo (Asia Menor) (de
donde procede la palabra “pergamino”). Se calcula que contenía 200.000
volúmenes.
La ciudad de Cartago, que fue arrasada en el año 146 antes de J.C.
por los romanos en un incendio que duró diecisiete días, tenía fama de poseer
una biblioteca con medio millón de volúmenes.
Posiblemente la mayor injuria hecha a la Historia y por ende a
toda la Humanidad,
fue la quema de la
Biblioteca de Alejandría, durante la campaña de Egipto de
Julio César, y en la que se perdieron irremediablemente 700.000 pergaminos
inapreciables. El Bruchion contenía 400.000 libros y el Serapeum, 300.000.
Había un catálogo completo de autores en 120 volúmenes, incluyendo una breve biografía
de cada autor.
Representación idealizada de la Biblioteca de Alejandría |
La
Biblioteca
de Alejandría también era Universidad y un instituto de investigación. Había
Facultades de Medicina, Matemáticas, Astronomía o Literatura, por ejemplo.
Disponían de un observatorio astronómico, una sala para operaciones anatómicas
y disecciones, un jardín botánico y un zoológico. Estudiaban aproximadamente
14.000 alumnos.
El gran conquistador romano fue el responsable también de la
perdida de millones de rollos del Colegio Druida de Bibractis, en la actual
Francia.
En Asia las bibliotecas no corrieron mejor suerte. El emperador
chino Tsin Shi Huang-ti proclamó un edicto en el año 213 antes de J.C. por el
que fueron quemados innumerables libros.
León Isauro, otro gran enemigo de la cultura, incendió 300.000
libros en Constantinopla en el siglo VIII.
El número de libros y manuscritos destruidos por la Inquisición en los
autos de fe de la Edad Media
no puede calcularse fácilmente.
El monje Diego de Landa descubrió en México en el año 1549 una
gran biblioteca de códices mayas. “Los quemé todos porque no contenían más que
superstición y maquinaciones del diablo”, escribió con su sublime inteligencia.
Los únicos tres manuscritos mayas que sobrevivieron siguieron siendo un
auténtico enigma para los más brillantes filólogos y cerebros electrónicos.
Pero, por otro lado, también ha habido milagrosos e inesperados
descubrimientos que llenaban algunos de los vacíos creados anteriormente.
El gran egiptólogo francés Champollion en una visita al Museo de
Turín descubrió en un almacén una caja que contenía trozos de papiro. Le
dijeron que sólo eran escombros inútiles, pero Champollion no quedó satisfecho
con la respuesta y empezó a juntar los trozos como si fuera un rompecabezas.
¡Resultó ser la única lista existente en el mundo de las dinastías egipcias,
con los nombres de los faraones y las fechas de sus reinados!
Por pura casualidad se encontraron también los rollos del Mar
Muerto y los manuscritos de Nag Hammadi que nos aportaron copias originales de
los libros de la Biblia
y de los evangelios gnósticos y otros apócrifos.
Si en el siglo XIX alguien hubiese pedido en la Biblioteca de Madrid
acceso a la Nueva
crónica y buen gobierno, de Felipe Huamán Poma de Ayala, del año 1565, el
bibliotecario no hubiera podido más que reconocer su ignorancia sobre tal
libro, puesto que nadie tenía conocimiento de esta historia de los incas. El
manuscrito se re-descubrió en 1908 en la Biblioteca Real
de Copenhague, y fue publicado por primera vez en 1927.
En base a todo lo escrito anteriormente, ¿podemos considerar los
únicos textos sagrados, los escritores clásicos y los mitos que conocemos como
el único material fidedigno para reconstruir nuestro pasado? Las Sagradas
Escrituras, así como las obras que nos han llegado de los autores griegos y
romanos, pueden seguramente ser utilizados para este propósito.
La ciudad de Ur aparece mencionada en la Biblia como la patria de
Abraham, pero nadie le daba ningún significado geográfico o histórico. Hasta el
siglo XX pocos historiadores consideraron la Biblia como fuente de datos históricos. El hecho
que precipitó el cambio fue que Sir Leonard Wooley descubrió la antigua ciudad
de Ur en Mesopotamia.
Antes del siglo XIX ningún erudito consideraba la Ilíada o la Odisea de Homero como una
historia, pero Heinrich Schliemann creyó en ellas y descubrió la legendaria y
mítica ciudad de Troya en la actual Turquía, justo donde decía Homero que
estaba. Luego siguió la ruta de Ulises en su regreso a Ítaca y encontró el
tesoro de Micenas, que no era otra cosa que el botín que los griegos capturaron
en Troya. En un pozo encontró una copa decorada con palomas que había sido
utilizada por Ulises 3.600 años antes.
“Recientemente” también hemos estado re-descubriendo una ciencia
olvidada. En el siglo XVII el gran astrónomo alemán Johannes Kepler atribuyó
acertadamente a la Luna
las crecidas y bajadas de las mareas marinas. Como no podía ser de otra manera
en aquella Europa, en seguida fue objeto de persecución.
Pero en el siglo II antes de nuestra era, Seleuco, astrónomo
babilonio, hablaba ya sobre la atracción que la Luna ejerce en nuestros océanos.
Posidonio (siglo II antes de J.C.) realizó un estudio sobre las
mareas y llegó a la conclusión de que estaban relacionadas con la revolución de
la Luna
alrededor de la Tierra.
El eclipse lunar y solar, si se me permite el juego de palabras,
de la Ciencia
ocurrido durante esos dieciocho siglos es más que evidente.
El antiguo texto astronómico indio Surya Siddhanta afirma que la Tierra es “un globo en el
espacio”.
El doctor Chi-Po (siglo XXVI antes de J.C.) expone en su libro
Huang Ti-Ping King Su al Emperador chino que “la Tierra flota en el
espacio”.
En el siglo XVII de nuestra era Galileo Galilei fue condenado por
las autoridades eclesiásticas por enseñar este mismo concepto.
Diógenes de Apolonia (siglo V antes de J.C.) afirmaba que los
meteoros “se desplazan en el espacio y con frecuencia caen a la Tierra”.
En el siglo XVIII de nuestra era, el gran Lavoisier, el pilar de la Ciencia, pensaba que “es
imposible que las piedras caigan del cielo porque no hay piedras en el cielo”.
El Tiempo pone a cada uno en su lugar.
Hace más de 2.500 años el gran filósofo griego Demócrito decía que
la Vía Lactea
“consiste en estrellas muy pequeñas apiñadas entre sí”.
En el siglo XVIII el astrónomo inglés Ferguson escribió que la
Vía Lactea “se trataba de algo muy
distintos como bien demostraba el telescopio”
Aún sin telescopio, Demócrito era mucho mejor astrónomo que
Ferguson. Una mente grande y sin telescopio fue mucho mejor que un gran
telescopio para una mente pequeña.
Bibliografía recomendada:
La conexión cósmica - Carl Sagan
Alquimia - Titus Burckhardt
Astronaves en la
Prehistoria – Peter Kolosimo
El Mago - John Fowles
El Gran Arte de La
Alquimia - Jacques Sadoul
El Mensaje Oculto de La
Esfinge - Colin Wilson
Enigmas Arqueológicos - Luc Burgin
Enigmas Sin Resolver – Iker Jiménez
La Arqueología Misteriosa - Michel Claude Touchard
Profeta del Pasado - Erich Von Daniken
Shambhala - Andrew Tomas
Stonehenge - Fernand Niel
Enigmas De La
Historia - Taylor Jeremy
El retorno de los brujos – L. Pauwels y J. Bergier
Recuerdos del futuro - Erich von Daniken
Dioses, tumbas y sabios – C.W. Ceram
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